En esta segunda mesa redonda de la «VII Jornada de Budisme a Catalunya. Viure la mort i el morir«, se aborda el tema del final de la vida en casa y el acompañamiento en el duelo . Participaron Carmen Montore Pérez, Cristina Llagostera Yoldi y Magda Marty Morera, con la moderación de Nicole Martínez-Melis. Añado algo de mi cosecha en azul para complementar.

El final de la vida en casa

Parece ser que a la mayoría de la población, un 66 %, nos gustaría morir en casa. Y la realidad es que morimos en casa un 20 % de la población. Añadiría la situación del Reino Unido, donde al 82 % le gustaría morir en casa y un 50 % de la población muere en el hospital (solo lo desea un 2 %). Se sobreentiende que el 50 % de la población restante muere en casa o en un «hospice». Pongo el ejemplo del Reino Unido porque es uno de los lugares pioneros en las iniciativas modernas de acompañamiento al final de la vida, como los ya veteranos «hospices» o las novedosas comunidades compasivas de los barrios.

Sea como sea hay que tener en cuenta que la mejor muerte no tiene porqué ser necesariamente en casa. Hay que valorar las condiciones del moribundo y las ventajas e inconvenientes (o dificultades) de morir en cada lugar. Primero de todo, debería ser una elección personal. Luego hay que valorar la capacidad de atención de la familia. Conviene que sean, como mínimo, un par de personas que sean capaces de sostener la situación, especialmente por los miedos que genera. La confianza en un proceso natural, como es la muerte, es necesaria para morir en casa. Confianza en la vida que implica la muerte. La capacidad de la familia también está ligada a la disposición de equipos de atención que puedan dar soporte a la familia y al moribundo en su casa. Y para acabar hay que tener en cuenta la situación del moribundo: dependiendo del tipo de proceso o enfermedad la muerte en casa es difícil o imposible.

"Mira qué bonita era", de Julio Romero de Torres - Museo Reina Sofía, dominio publico, https://commons.wikimedia.org/w/index.php?curid=14710224

«Mira qué bonita era», de Julio Romero de Torres. Museo Reina Sofía

La experiencia de atender en el domicilio

Es un privilegio que las familias abran las puertas de su intimidad para permitir el acompañamiento. A diferencia de los hospitales, en los domicilios el empoderamiento de las familias es evidente y es más fácil la toma de decisiones por parte de ellos. En los hospitales, en cambio, el personal sanitario tiene mucho más peso a la hora de decidir. Y falta la identidad de la persona, algo que nos tiene que hacer pensar en como se puede preservar fuera de casa. En el domicilio, además de la identidad de la persona, es más fácil ver lo que sucede, como las relaciones entre los familiares y los temas pendientes. En definitiva, se ve todo aquello que permite conocer al moribundo. A menudo el acompañamiento se inicia antes de la fase terminal, puede durar meses o incluso años y se llegan a conocer mucho a las personas. En el hospital, en cambio, hay prisas, toma de decisiones muy rápida y muchos protocolos. En cualquier caso es de suma importancia acompañar y cuidar a la familia y hacer pedagogía para que el miedo de la familia no se transmita al moribundo.

El velatorio en casa

El velatorio en casa es posible. Como en cualquier otro lugar hay que hacer los trámites habituales, como el certificado médico de defunción e inscribir la defunción en el Registro Civil. No existe la presión del tiempo para abandonar el hospital ni es necesario pasar por el tanatorio, aunque sí que es recomendable un mínimo de tanatopraxia, como algunos taponamientos, y contar con el asesoramiento por parte de algunos profesionales del sector funerario.

El duelo

El duelo es un proceso muy personal, inherente al ser humano y transcultural. En este proceso es mejor hablar de dimensiones que no de etapas, pues no hay necesariamente secuencia, ni orden, ni compartimentos estancos. Es una visión actual que parte de la teoría de las 5 etapas del duelo, de Elisabeth Kübler-Ross. El duelo, en definitiva, pone en contacto a las personas con el sentido de la vida, con aquello más íntimo y sagrado.

Durante el duelo aparecen dificultades que dependen del vínculo con la persona fallecida, del tipo de muerte y de la vulnerabilidad de cada uno. Algunas personas pueden experimentar reacciones que, desde fuera, sean sorprendentes, pero dependiendo de en qué dimensión del duelo se encuentre la persona, pueden ser completamente normales. Cada persona tiene su ritmo y es sano que cada uno lo respete y viva el duelo sin acompañamiento específico, si así lo desea. El duelo también se puede vivir de forma beneficiosa participando en un grupo de ayuda mutua, donde se encontrará escucha y compasión. En la sociedad en la que vivimos estos grupos quizás sean un reflejo de la pérdida de la escucha y de la aceptación del duelo como algo normal y necesario. Más allá del proceso normal de cada persona existen los duelos patológicos, casos en que es necesaria la ayuda psicológica o psiquiátrica. Para determinarlo existen indicadores que aportan información sobre ello.

El duelo se puede iniciar antes de la muerte de una persona, y en este caso es conveniente acompañar a la familia en ese duelo. Sucede, por ejemplo, en el caso de la pérdida de la propia identidad. No solo en el caso de enfermedades degenerativas como el Alzheimer, sino también en el caso de la caída de las máscaras de las personas (añado que aquí se refiere a las máscaras o roles que adoptamos para ser aceptados en la familia y en la sociedad; máscaras que, aunque nos pertenecen, no nos muestran en nuestra esencia, tal y como somos, y que, si no han caído durante la vida lo hacen en su proceso final). También hay pérdida y duelo antes de la muerte en el caso de enfermedades como las cardiovasculares y el cáncer. En estos casos, aunque la enfermedad no desemboque en la muerte, puede haber pérdidas de capacidades.

Valentí Zapater