Salaite, una playa perdida al norte del Parque Nacional Machalilla. Playas diferentes en esta época del año, con el cielo cubierto y las aguas verdosas. También tiene su encanto.

Caminamos hacia el sur observando el acantilado que cierra la playa y preguntándonos si podremos pasar hasta la siguiente. Y observando también la marea para estar atentos y que no nos deje bloqueados en algún rincón sin salida. Los pelícanos sobrevuelan las olas con increíble precisión, a escasos centímetros (¿milímetros?) del agua. Las fragatas revolotean por doquier, buscando cualquier oportunidad para robar el alimento a alguien. Los cangrejos se esconden bajo la arena a nuestro paso, para salir poco después a nuestras espaldas. Pero no todos, hay algunos bien ocupados. La marea ha traído algunos tamboleros espinosos, una especie de pez globo que cae en las redes de los pescadores que luego los sueltan heridos o muertos. Los cangrejos, los basureros de la playa, se encargan de comérselos.

Después de pasar varios tramos rocosos con facilidad, una muralla cierra el paso hacia la siguiente playa. Pero, sorprendentemente, ya cerca del final, descubrimos que la roca está agujereada y forma un estrecho arco que permite ir un poco más allá… pero no mucho más, no hasta la siguiente playa, quizás en marea baja, quizás en otra ocasión.

Unos quilómetros más al sur nos recibe Machalilla, un pequeño pueblo de pescadores, cielo plomizo y agua verdosa, casas a un lado y al otro la arena y el mar salpicado de barcas, con el trajín de los pescadores que se repite día tras día. Caminando de nuevo hacia el norte observamos, nosotros y un grupo de gallinazos negros, algo que flota cerca de la orilla. Una tortuga marina muerta, ya algo descompuesta, que apetece mucho a estos otros basureros de la playa. Las olas traen y llevan la tortuga, sin acabar de vararla del todo. Los gallinazos se acercan y alejan al ritmo de las olas, sin alcanzar la tortuga, como si tuvieran miedo de mojarse los pies. Por el momento, se quedan sin el preciado botín.

Quienes sí que han conseguido algo, un poco más adelante, son los pescadores. Un grupo de hombres descargan las pesadas cajas repletas de pescado en un camión, y las vuelven a llenar sin cesar en el barco, en un ir y venir que atrae a propios y a extraños. Esta vez las fragatas no pueden robar el pescado, son especies demasiado grandes. Se trata del preciado dorado y de algún pejesierra, un pescado azul más esbelto que los atunes y no tan grande. Pero durante la limpieza de las cajas y la barca sí que se aprovechan las fragatas y, con el trozo más grande de pescado, se organiza una especie de partido de rugby aéreo, todos contra todos, en que la pelota es arrebatada al contrario, cae hacia el mar, es cogida al vuelo y cae de nuevo al mar, originándose una melé de fragatas que va y viene con las olas.

Valentí Zapater